El aparador de la abuela: El secreto sueco del acogimiento con alma de antepasados

Viviendo en Suecia, me he dado cuenta de cómo los suecos transforman objetos antiguos en tesoros de sus interiores modernos. Uno de esos fenómenos es el “aparador de la abuela” (o mormors skänk, como lo llaman con cariño). No es solo un mueble heredado, sino un símbolo de la historia familiar que integran con orgullo en sus casas minimalistas. ¡Y, joder, qué bien les queda!
¿De dónde sale este rollo?
En Suecia, la costumbre de cuidar las cosas viene de su pasado campesino, cuando los muebles se hacían para durar siglos, de pino o roble. Los aparadores —esos armarios robustos con estantes y puertas de cristal— estaban en todas las casas entre los siglos XIX y XX. Se pasaban de generación en generación, a veces con tallas hechas a mano o iniciales grabadas. Hoy, con el diseño escandinavo dominando el mundo con sus líneas limpias y paredes blancas, los suecos no tienen prisa por deshacerse de estas “viejitas”. No es solo nostalgia; es la filosofía lagom (todo en su justa medida) y un respeto por las raíces.
¿Cómo lo encajan en lo moderno?
Los suecos son unos cracks del equilibrio. Imagínate: un salón luminoso, paredes blancas, un sofá de lino gris y, en una esquina, un aparador antiguo, oscurecido por el tiempo, con la pintura desconchada o, al contrario, restaurado con esmero en un tono Faluröd. Dentro, el juego de porcelana del ajuar de la abuela o un par de jarrones cerámicos modernos. Al lado, una lámpara de nivel medio con pantalla mate, y listo: lo viejo y lo nuevo se funden en una armonía perfecta.
Diseñadores como Carl Larsson ya inspiraban este enfoque en el siglo XIX, mostrando cómo los muebles rústicos dan calor a interiores sobrios. Hoy, el aparador es un protagonista: no lo esconden, lo lucen con orgullo, acompañándolo de detalles minimalistas como figuritas de madera, servilletas de lino o un comedero para pájaros en el alféizar.
Estuve en casa de unos amigos en Uppsala, y su aparador me dejó flipado. Gastado, con un pomo torcido, reinaba en el centro de la sala. La dueña, Anna, me contó sonriendo que era un recuerdo de su abuela de Dalarna, que guardaba ahí mermeladas y cartas del abuelo. “No es perfecto, pero es mi casa”, dijo. Y lo pillé: los suecos no solo usan muebles viejos, los quieren. Cada arañazo es una historia, no un fallo.
Acogimiento con personalidad
En este fenómeno está el alma sueca: practicidad, amor por lo simple y un apego tierno al pasado. El aparador de la abuela no grita, pero aporta al espacio una profundidad silenciosa que lo hace vivo. Y yo, como extranjero, no puedo más que admirarlo: en un mundo donde todo es desechable, los suecos te recuerdan que el acogimiento no solo va de tendencias modernas, sino de cosas con alma que susurran el pasado desde un rincón de tu salón.